DEFLAGRACIÓN

Era una noche de verano diferente. Esa noche vi por primera vez relámpagos y truenos en el cielo de Lima, una lluvia de gotas gordas y pesadas que se precipitaron de bruces sobre mí, acompañado con ese olor a mar tan recurrente, pero lo extraño y particular eran los estruendos, descargas y gotones de lluvia. Todo ese cóctel marino y tempestuoso que me tocó vivir a mis doce años. Fue ese el preámbulo, la introducción, la presentación dramática de un evento desafortunado que púde evitar, porque como todos sabemos, nada puede ser más premonitorio y definitivo que una tormenta con relámpagos, truenos y lluvia. El escenario perfecto para un asesino en serie, la música favorita del psicópata, el incienso que prepara el ambiente del violador.

Había caminado casi diez cuadras, vestido con esa sotana infausta que me abrigó durante el trayecto a  casa de mis abuelos. Esa noche tan inaudita me llenaba de angustia y moría de miedo porque noches así nunca había vivido, mi mente proyectaba un desastre, el fin del mundo quizás. Mientras caminaba miraba la luna, estaba llena e inflamada, de color hueso y dejaba ver en su núcleo unas siluetas, algunas parecían caras amargádas, otras parecían la sombra de una pareja enamorada tomando el té en una pequeña mesita, y otras parecian dar una mamada. Cuando tenía ocho años, yo estaba sugestionado con la idea de que la luna de miel era eso, un viaje a la luna, donde iban las parejas que se amaban a celebrar su casamiento con una cena romántica, el lugar más romántico que se pueda sospechar (adoptando una posición llena de sensiblería), pero siendo realistas no tiene nada de romántico un pedazo de tierra fría y desolada en la que sin duda seria el escenario propicio para rodar un film sobre la divina comedia.